Los pueblos indígenas de la península tenían un gran desarrollo político y económico. Su progreso puede comprobarse en la perfección de sus artes. De lo que carecían era de unidad política. Cuando Roma se hizo con la mayor parte del control peninsular, tras derrotar a los cartagineses durante la llamada Segunda Guerra Púnica, Hispania pasó a constituir parte del corazón del nuevo imperio que se estaba forjando. La nueva potencia hegemónica en el Mediterráneo, Roma, extendió sus problemas políticos a todos los rincones del Mare Nostrum. La gran guerra entre los tradicionalistas y sus rivales, encarnados en Sila, que estaba subvirtiendo el orden legal, se desarrolló en gran parte sobre el suelo de la actual España y Portugal. Este capítulo es una aproximación a aquella deflagración.