Siempre tuvo claro que lo suyo era la música, y primero probó con la balada y la salsa. Pero pronto fue evidente que lo de él era el cuarteto, el mismo género que hacía su ídolo, la Mona. Era espontáneo, emprendedor y creativo y, sobre todo, cordobés. Era un adonis al que un locutor una vez apodó “el Potro”. Aunque la muerte de su padre fue un golpe del que le costó reponerse, no paró de escribir, de componer ni de cantar, ni perdió su esencia de pura pasión. Recorrió el país contando sus historias hechas canción y volvió a sonreírle a la vida. Su público traspasó las puertas de la bailanta y un día llegó al Luna Park. Cuando comenzó el nuevo siglo, su nombre, Rodrigo, era furor. Su herradura de la suerte se pegó a los pies de los argentinos.